Iguales entre ellos como dos gotas de agua.
Diferentes como unas alpargatas y una botas goretex...
Pero dos almas limpias, dos espíritus libres que navegan entre los límites de sus algo precarias condiciones, dos gorriones felices a su manera, familiares y saltarines, dos muletas imprescindibles para el paso de los días, dos ángeles...
Pasaban las horas sentados en el banco, cada uno en un extremo, cada uno con su vida a vueltas, uno con su pasado duro, otra con su eterno presente feliz, desordenado, caótico.
Angeles es todo un espectáculo.
Se la oye venir cuando está aún a cuarenta metros del Albergue, siempre con su cantinela mezcla del hit de turno y de una eterna conversación consigo misma incansable, a veces difícil de soportar, pero siempre alegre.
Lo primero que hacía al llegar era poner sobre la mesa un regalo, una máscara infantil de papel maché, una pelota de ping pong pintada de colores, una figurita inverosímil con un lazo roza o azul para colgar del móvil... siempre un regalo, los hacían en el Hospital de San Juan, muy cerca del Albergue, allí donde viven acogidos, y los venden una vez al año en una preciosa exposición, absolutamente naïf, para recaudar algunos precarios fondos para la ayuda de los que presentan más deficiencias aún que ellos.
A mí me los regalaba todos los días, a cambio de una chocolatina, un Kit Kat, que le sacaba de la máquina nada más llegar.
Sus visitas eran varias a lo largo del día, hasta la última, antes de su hora de la cena, en la que me ayudaba diariamente a preparar los vasos, las tazas, las mantecadas, todo el desayuno del día siguiente.
Siempre feliz, siempre trabajando para los demás, su precio era una chocolatina y dos besos que la hacían ruborizarse hasta la punta de las orejas, pero que le gustaban más que las golosinas...
Pepeluisín, como yo le llamo, es otro mundo.
Este hombre pequeño, de grandes orejas, sencillo como un niño, arrastra un pasado de trabajo duro, de penalidades sin cuento, de servicio a cambio de mala alimentación y un techo durante toda su vida de "criado" como se llaman por estas tierras a estas personas que han nacido en una casa, de padres "criados" y han servido durante toda su vida útil hasta que los "señores" se deshacen de ellos y los colocan en cualquier institución caritativa donde arrastran los recuerdos y los días sin más horizonte que los muros del hospital y las cocinas del convento.
Venía, se sentaba en el banco y, cuando le parecía, se dirigía a tí para indicarte, todos los días, siempre igual, que si querías que te trajera el periódico, o necesitabas algún recado.
Esa es su ilusión, sentirse útil, hacer algo, tener una obligación.
A cambio, un paquete de tabaco negro, Ducados, cada dos o tres días, y un café por la mañana y otro después de comer, negros, sin azúcar.
Su conversación, siempre muy parca, monotemática, consiste en contarte que tiene que pelar unas cebollas y una bolsa de ajos para el cocinero del hospital, y que ahora, ahora mismo, tiene que ir a la farmacia con una pila de recetas para todos los enfermos...
Pepeluisín ya está muy cascado, últimamente le fallan más las piernas de lo normal, anda dificultosamente con dos bastones, pero sigue sonriendo de oreja a oreja (y hay una buena distancia) cuando te ve por la calle, y siempre te ve, vayas o vengas, pasen uno o cuatro años, siempre lo encuentras, y te vuelve a contar, como cada día, como si fuera ayer mismo que tiene que pelar cebollas y ajos... y te sigue ofreciendo traerte el periódico...
Estos dos seres felices a su manera vivían enclaustrados en su hospital hasta que se abrió el Albergue.
Un día pasaron por la puerta, entraron y se sentaron cada uno en un extremo del banco, vieron entrar peregrinos cansados, salir peregrinos con zapatillas a dar un paseo por la ciudad, vieron a un ocupado personaje que los recibía, los ayudaba con la mochila, apuntaba cosas en un libro... y decidieron que, a partir de ese momento, ese era su lugar, que allí eran felices hablando con unos y otros, sin importar si les entendían o no, al fin y al cabo, ellos tampoco entendían nada... y se convirtieron en una compañía impagable, en los ángeles del Albergue...
Ese banco sabe mucho de entrega generosa, de amistad sin límites ni condiciones, de sonrisas y lágrimas...
Pd.- Hace tres días, siete años después, me contré de nuevo, como no podía ser de otra manera, de frente con Pepelusín. Ha bajado mucho. Le di un abrazo que casi acaba con los dos en el suelo, no me había fijado en sus dos bastones... Y un beso en la frente que le hizo enrojecer como una amapola, es así de crío. Le dije que le traía un paquete de Ducados y me hizo saber, firmemente, que la monja se lo había prohibido... pero que un cigarrito sí se lo fumaría conmigo. Es mi último pitillo, pero me supo a gloria bendita compartida con un ángel. No me cabe duda de que, aunque pasaran veinte años más, lo encontraría por la calle, con el taco de recetas, camino de la farmacia...
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