jueves, 15 de abril de 2010

El banco de la entrada. Peter, el galés ausente...

Ese banco que nos recordó Jabato, ese tiene mucho que contar... mucho.

Nada aquélla preciosa mañana de septiembre hacía presagiar la gran prueba a la que me iba a ver sometido.

La limpieza había casi terminado, sólo quedaba pasar la fregona a la entrada y la bayeta al banco y a la mesa de recepción.

La prueba me llegó de manos de una hospitalera (?) de un pueblo próximo, a veces las peores cosas llegan de manos supuestamente amigas...

Llegó en un taxi, paró en la puerta y se bajaron dos personas: una de ellas conocida, la otra me haría pasar por mi infierno personal en los días siguientes.

Aquélla mujer entró ayudando a un peregrino muy alto que caminaba penosamente, imponente a pesar de su postura un tanto encorvada.

Lo sentó en el banco de la entrada y dejó junto a él una gran mochila, antes de saludarme y decirme que Peter, pues ese era el nombre de aquél peregrino, estaba muy cansado y por eso lo había acompañado hasta allí, que si podía descansar allí.

Por supuesto, le dije, y se marchó, sin más.

Continué con el trabajo luego de darle un vaso de agua, sin prestarle más atención.

Peter era galés. Llevaba encima, como una insalvable losa muchos problemas: el mayor de ellos su altzeimer.

Muy alto, delgado, de rostro enigmático, serio, dos cosas me llamaron la atención desde el principio: su mirada y una gran roseta de plástico azul fosforito que le colgaba ostentosamente del cuello.

Su mirada era fría, bruñida como el acero, profunda, inexpresiva, taladrante, extrañamente ausente, lejana...

Y la roseta del cuello estaba dividida en siete compartimentos cada uno de ellos repleto de cápsulas de colores.

Hasta ahí todo normal, le acompañé muy despacio a una de las habitaciones del primer piso que estaba vacía y le indiqué que utilizara cualquier cama de abajo de
una litera, a su elección... y le olvidé.

Volví a verle a mediodía, cuando bajaba lentamente las escaleras... me dirigí a él para pedirle la credencial y algún dato más para el libro de registro, y sobre todo, para preguntarle cómo se encontraba... ahí empezó todo.

Lentamente, sílaba a sílaba, entrecortadamente, me explicó en un inglés difícil para mí que se encontraba muy mal, que necesitaba un doctor... sudaba, estaba pálido... , lo dejé todo y corrí a por mi coche, aparcado allí mismo para llevarle a urgencias del hospital.

Primer calvario, en urgencias nadie le entendía nada, me tuve que poner serio para que lo atendieran... o algo parecido.

La doctora me dijo con suficiencia que ese señor lo que tenía era alzheimer, lo conoció por los síntomas y las pastillas, y me preguntó si había tomado su medicación.

Le trasladé la pregunta a Peter que me miraba y negaba lentamente con la cabeza haciéndome saber que no lo recordaba... la solución de la doctora fue que se tomara las siete pastillas en ese momento, que era mejor tomar el doble que dejar de tomarlas... no hubo forma de nada más, nos echó con cajas destempladas argumentando que ella no podía hacer nada más, que esos casos no les competían.

De vuelta al albergue, le subí una sopa caliente a la habitación, la cerré para que nadie le molestara y seguí con mi labor...

Fueron tres días increíbles, duros, procuré ir cada hora a verle, varias veces por las noches, no se movió de la cama, mejoraba aparentemente, pero yo no sabía qué hacer, no pegaba ojo y la tensión ya empezaba a hacer mella en mi moral y en mi físico... no tenía salida.

Al tercer día, le vi bajar lentamente, pero más seguro que antes, la escalera... fui a por él y me dijo que debía irse, que no hacía nada allí, que se encontraba mejor y que si podía ayudarle con el billete de avión de vuelta...

Fue una tarde tensa, con varias llamadas a Madrid, a una central de reservas en la que trabajaba un sobrino mío, hasta que pudimos ponerle un vuelo de salida desde Bilbao para dos días después.

Peter recogió sus cosas y me rogó que le llevara a la estación de autobuses, que él gestionaría su vuelta hasta Bilbao.

Fui egoísta y me sentí aliviado, fuimos a la estación y, ante la impaciencia del taquillero, él mismo pagó su billete.

Le miré con los ojos arrasados, no quería dejarle ir, temía por él, pero su voluntad era irreductible, debía marchar, ya.

Nos fundimos en un abrazo largo, duro, interminable... me susurró al oído algo así como: "I can't support myself..." y un "gracias" en perfecto castellano que me taladró el alma...

Y me fui, allí quedó Peter, que no podía llevarse a sí mismo, que vino a España a caminar, que caminó y paró en mi casa para enseñarme algo que aún no he logrado descifrar todavía...

Adiós Peter y gracias por elegirme...

Pd.- Cuando volví al Albergue, encontré bajo el libro de registro un billete cuidadosamente doblado de cincuenta euros. Esa misma tarde, en la farmacia me aprovisioné bien de Betadine, de gasas estériles y de guantes de látex... Muchos peregrinos se beneficiarían de estos humildes productos en los siguientes meses, sin sospechar que se lo debían a Peter, el galés de la mirada ausente...

1 comentario:

  1. Ramón,

    Gracias una vez mas por tus relatos. Has debido tener una larga experiencia hospitalera con casos como el de Peter y otros mas. Todo un bagaje.

    También ésto lo vas a dejar? No me lo imagino.

    Abrazos,

    Javier

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