Los gatos eligen: a sus amigos, a sus dueños, a sus enemigos...
Mi gata Jana me eligió a mí, no podía ser de otra forma. Fue un frío y luminoso día de Enero, por las sierras de Guadarrama. Yo realizaba mi paseo diario por el monte, cuando un diminuto cachorro de menos de un mes me salió al paso, se agarró a mis botas, y me miró con unos ojazos inmensos como dos lunas llenas...
Fue un amor a primera vista. No tuvo otra más que agacharme y cogerla con cuidado. Cuando la tuve a un palmo de mi nariz, supe que iba a ser mía, y yo de ella.
Con cuidado la puse sobre mi hombro, temía que se hubiera extraviado de su manada y al tocarla y moverla, no pudiera volver... vano intento, cuando la dejé en el suelo, me siguió maullando con pasión, con toda su fuerza.
La volví a coger y acordé con ella que, si quería me acompañara, y si no, que saltara y volviera al bosque. No hubo manera, se cogió a mi hombro con todas sus fuerza, y todas sus garras. Continué mi camino como si nada pasara y no se soltó ni un instante.
Cuando volví para casa, se agarró aún más fuerte, ella sola, al sentir el ruido de la calle y de los coches. No me soltó hasta la terraza de la buhardilla. Allí se tumbó todo lo largo que era al sol, se lamió de arriba a abajo y se durmió como si no hubiera hecho otra cosa nunca.
Es atigrada, más blanca que parda, morro fino, más que los gatos comunes y menos que los gatos silvestres.
Me adoptó y la adopté. Vivimos una profunda relación de amor. Ahora vive con mi hijo, y se que es feliz, tiene de quién ocuparse...
Se llama Jana (por enero, ya sabéis).
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