Allí había una buena sombra, la hora lo pedía, y nadie me quitaba mi horita de sueño, entre las matas de menta amarga.
Más adelante había un pequeño pilón, a la derecha de la marcha, con agua fresca de la acequia vecina y del arroyo cantarín.
Más adelante había un pequeño pilón, a la derecha de la marcha, con agua fresca de la acequia vecina y del arroyo cantarín.
Otro buen lugar para echar los huesos al suelo y dejarse ganar por la paz del ambiente.
En este lugar conocí a Serafín.
En este lugar conocí a Serafín.
Se autodenominaba amigo de los peregrinos, y en realidad, a su manera, lo era.
Siempre encontraba la forma de pegar la hebra y, ya una vez desvelado en mi descanso, me lanzaba al palique con él.
Sus palabras, año tras año, eran las mismas: su relato de sus andanzas por Cataluña, de fábrica en fábrica, su vuelta al terruño, no soportaba las aglomeraciones de gente ni de coches, y su mejor entretenimiento: charlar con los que pasaban, con sus tres o cuatro palabras en mal francés e inglés que le llevaban a presumir de hablar "cinco o seis idiomas".
La conversación, calcada vez tras vez, derivaba en un momento culmen: cuando contaba, señalando con dolor y consternación al regatillo de agua, que allí, allí mismo, su padre marchó un día, cuando bajó a por agua para la comida.
Era el único momento triste, sus claros ojos se llenaban de agua y su habla, de por sí complicada de seguir, se trabucaba durante unos minutos interminables en un murmullo irreconocible.
Pero recuperaba el tono y seguía con la historia de su hermana, la de Barcelona, que venía todos los veranos a pasar unos días y a ayudarle en la siega.
Gente sencilla, entrañable, que bajaba al Camino a narrar una y otra vez su historia, a ofrecerte pan de hogaza, cerezas o unos higos.
No he vuelto a verlo desde hace unos pocos años. Pero yo me paro allí cada vez y le recuerdo con nostalgia...
Un bendito lugar, del que gracias a Dios se habla poco, de paso para la inmensa mayoría, de descanso y recuerdos para unos pocos, para mí...
Es Herrerías, un lugar perfecto para perderse...
Sus palabras, año tras año, eran las mismas: su relato de sus andanzas por Cataluña, de fábrica en fábrica, su vuelta al terruño, no soportaba las aglomeraciones de gente ni de coches, y su mejor entretenimiento: charlar con los que pasaban, con sus tres o cuatro palabras en mal francés e inglés que le llevaban a presumir de hablar "cinco o seis idiomas".
La conversación, calcada vez tras vez, derivaba en un momento culmen: cuando contaba, señalando con dolor y consternación al regatillo de agua, que allí, allí mismo, su padre marchó un día, cuando bajó a por agua para la comida.
Era el único momento triste, sus claros ojos se llenaban de agua y su habla, de por sí complicada de seguir, se trabucaba durante unos minutos interminables en un murmullo irreconocible.
Pero recuperaba el tono y seguía con la historia de su hermana, la de Barcelona, que venía todos los veranos a pasar unos días y a ayudarle en la siega.
Gente sencilla, entrañable, que bajaba al Camino a narrar una y otra vez su historia, a ofrecerte pan de hogaza, cerezas o unos higos.
No he vuelto a verlo desde hace unos pocos años. Pero yo me paro allí cada vez y le recuerdo con nostalgia...
Un bendito lugar, del que gracias a Dios se habla poco, de paso para la inmensa mayoría, de descanso y recuerdos para unos pocos, para mí...
Es Herrerías, un lugar perfecto para perderse...
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