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Mochilo...
Su mirada dulce, su calidez, su fidelidad (nunca faltó a la cita, siempre, pero siempre, ocupó su lugar)...
Nunca se movió más allá de cincuenta metros alrededor de su santuario, de aquélla raída alfombrilla irreconocible ya, de su trono... pero sabía de caminantes y de Camino todo lo que toda una vida puede dar de sí.
Le conocí cuando apenas se tenía en pie, juguetón, travieso, con los grandes ojillos negros como dos aceitunas, con sus afilados colmillos como alfileres que se clavaban en las piernas de todo el que paraba cerca o le echaba la mano para una caricia.
Fue la primera vez que visitaba El Acebo, ese diminuto paraíso de otros tiempos que se enorgullece, como reza en el sello del Mesón, de ser el primer pueblo del Bierzo.
Allí, en su puesto permanente, compartí mi primer bocadillo frito con él. Para los que no conocen ese manjar diferente, extraño y sabroso, les diré que se trata de un bocadillo frito... si, si, frito, relleno de tomate y huevo duro y cualquier otra cosa posible y comestible, inigualable, que se puede degustar cada día, después de transitar frente a Itaca y al monte Teleno, una vez pasado el oasis de Manjarín.
Sentado en la acera de enfrente, al consuelo de la mínima sombra de mediodía, en el santo suelo, como mandan los cánones, me disponía a recuperar fuerzas con aquél soberbio bocata frito cuando un kilo de nervios, de vitalidad desbordante, primero se me echó encima, y luego se sentó junto a mí, una oreja arriba y otra abajo, la cabeza ligeramente ladeada y una expresión de desamparo que derretía el alma.
No quería caricias, no quería mimos... quería comer, simple llanamente. Y uno, que es más blando que una galleta María mojada en el café, de esas que siempre se caen partidas por la mitad en el momento en que te las llevas a la boca, no tuvo otra que darle un trocito de pan frito.
¿Un trocito? Si hombre, no era ese el trato, se notaba... así que, trocito a trocito se engulló la mitad del manjar, justo la mitad, no iba a transigir ni un pelo más.
Cuando las dos últimas migajas, una para cada uno, desaparecieron, "Mochilo" se fue a su alfombrilla, junto al banco, al sol, cabe la puerta del Mesón, y se estiró cuan largo era, suspiró profundamente satisfecho, y soltó un par de ronquidos. Ya no estaba, ya me había sacado lo que quería y si te he visto no me acuerdo.
Se convirtió en una costumbre. Cada vez que pasaba por aquélla puerta, lo buscaba y lo encontraba, y confieso que, con el paso del tiempo, aquél amigo grande, gris y negro, convertido en todo un adulto, se zampó mi medio bocadillo frito y alguna vez uno entero para él solito, que su cuerpo ya reclamaba palabras mayores...
Siempre fue un símbolo para mí, a través de los años, lo convertí en un icono de mis caminos, representaba mi memoria de los Caminos recorridos, y me alegraba verlo crecer y crecer porque me recordaba que yo también crecía y que el Camino seguía ahí, impertérrito.
Su nariz nunca fue perfecta, más bien bastante desviada, algún paso mal dado, pero tenía serenidad y belleza, la suya.
Con el paso del tiempo, sus preciosos ojos negros se fueron tiñendo de gris opaco, ya hacía varios años que habían dejado de serle útiles, pero su instinto le mantenía firme en su lugar, y continuaba levantando la cabeza, solicitando su parte en el banquete y regalando su mirada ya triste e interior a todo el que le ofrecía una caricia.
"Mochilo" ya no está en su lugar, su alfombrilla desgastada e irreconocible si.
Marchó a donde marchan los amigos nobles, los compañeros fieles, los recuerdos dulces... yo sigo pidiendo mi bocadillo, y nunca como más de la mitad.
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