lunes, 1 de marzo de 2010

Todos los días...

... algo bueno, algo malo, una decisión importante.

Ese lema, aparentemente sencillo, me acompañó en mi caminar solitario durante años.

Cada día esperaba algo bueno, eso me mantenía en expectante esperanza durante días y días, esos días en los que parece que todo el universo se vuelve en tu contra, en los que respirar duele, en los que la soledad, más que una compañera, se convierte en una agonía, en los que darías todo porque fuera mañana ya, con sus nuevas horas y con su nueva esperanza por delante.

Y así, esos días me mantenía la ilusión de que, antes de que todo se viniera abajo, algo bueno había de pasarme.

Y me pasaba, siempre.

La espera de algo malo, algo duro, algo no deseado, me mantenía con los pies en el suelo, atento y alerta, en esas jornadas maravillosas en las que, desde el primer punto del despertar, todo el mundo parecía puesto ahí para mi disfrute, los caminos, la temperatura ideal, la sonrisa abierta, franca, de oreja a oreja, el agua fresca de las fuentes, el viento a mi espalda ayudando a hacer placentero cada uno de mis pasos.

Y si toda la jornada transcurría en esa idílica beatitud, yo esperaba, atento, en guardia, a que llegara lo que me había de volver a la tierra, algo no deseado tenía que ocurrirme.

Y me ocurría, siempre.

No había día en el que no tuviera que tomar, al menos una decisión importante. De esas que, fuera de contexto, nos producen una sonrisa de complicidad si la comparamos con las auténticas decisiones que tomamos día a día en nuetra vida cotidiana.

Pero allí, caminando y solo, el hecho de parar en esa sombra o seguir, elegir la derecha o la izquierda en una encrucijada, dar por terminada una jornada en aquél lugar o continuar más adelante, pararte a intercambiar una sonrisa, un saludo, unas palabras con aquélla persona o limitarte a un "Buen Camino" rápido y sin énfasis, comer o no, beber o no, todas esas pequeñas cuestiones nos atrapan y nos resultan verdaderos enigmas en cuya resolución, muchas veces, se esconde la felicidad suprema o la trampa saducea, la oca para saltar a la siguiente oca o la cárcel simbólica de la que nos costará Dios y un día volver a salir...

Y si durante el día no había tenido que tomar alguna de esas decisiones importantes, me mantenía muy despierto hasta que la elección se me presentaba indefectiblemente, antes de cerrar los párpados.

Esa aparente sencilla regla me sirvió para, entre otras cosas, levantar la moral aun cuando las cosas pintaran grises, algo me lo salvaría, siempre; mantenerme muy alerta y pegado a la realidad cuando todo me invitara a volar sin freno ni límite, algo me volvería a posar en el suelo, siempre; y a confiar en mi instinto para decidir ante las encrucijadas físicas y sobre todo anímicas que el Camino me iba planteando cada día.

Así caminé muchos años, así quiero seguir caminando...

Recordad: todos los días esperad algo bueno, algo malo y tomad una decisión importante... y que el Camino os de lo mejor.