viernes, 16 de abril de 2010

Si no puedes dormir solo... duerme acompañado

El día había sido duro, caluroso, largo, de esos que agotan y a los que no se les ve el rabo...

Había descansado un buen rato, como siempre, en la arboleda de Estella, junto al río, comiendo algo pues por aquéllos entonces comía muy poco y desordenado, cuando caía, sin lógica ni control.

Medio melón a la sombra, refrescante y dulce, compartido con aquél francés de París, como se encargaba de recordarme cada cinco minutos, atosigante él.

Le vi pasar despistado, totalmente confundido de camino, yéndose río abajo sin cruzar el puente para acercarse a Ayegi, y me dió pena, iba solo, más solo que la una, y es que nadie le soportaba, yo tampoco, pero era tan frágil que no tuve corazón para dejarle pasar de largo a esas horas, y con tanto calor.

Así que, hechas las abluciones a la orilla del río, retomé camino cuesta arriba para, pasando por Ayegi, arribar a Irache, lugar donde tenía pensado, como era costumbre dormir al arrimo del Monasterio.

La cuesta a esa hora se hizo interminable, sólo aliviada muy al final por la fuente que mana vino, a veces, y agua casi siempre.

Paradita de rigor y hasta la puerta de la Iglesia del Monasterio, a la sazón en obras permanentes pero que, como siempre, ofrecía bajo su profundo atrio un refugio seguro donde pasar la noche, costumbre inveterada que aquélla vez iba también a cumplir.

Desilusión al canto: todo el atrio estaba tomado por materiales de construcción, montones de arena, tablones e hierros varios, cemento por doquier, polvo y piedras, ocupando todo el lugar, ni un solo metro donde poder descansar.

¡Diablos! cambio de planes, ¿y qué hago yo ahora?

Tranquilo, Ramón, tranquilo, no pasa nada, son circunstancias de los caminos y ni será la primera ni la última vez que tienes que cambiar todo... el Camino proveerá.

Empezaba a anochecer y el calor abrasador del día iba dejando paso a ese vientecillo que cala hasta los huesos, frío como la conciencia de un político desalmado, persistente y tenaz...

Comí un poco de pan que llevaba y me lancé camino arriba a donde fuera, el disgusto que me llevé al ver la puerta de Irache ocupada me dió fuerza y calor para seguir caminando, caminando, caminando...

Llegué a Villamayor de Monjardín casi a media noche.

Entonces no había albergues ni nada parecido, se caminaba al albur de cada día y cada día había que buscar la forma de descansar, a cubierto si fuera posible...

En la oscuridad total de la noche creí intuir la silueta negra de una gran iglesia, una verja que la rodeaba y una pequeña cancela para acceder a ella.

Mi lugar, me dije sin ninguna duda probando si la cancela se podía abrir, como así fue, facilitándome el paso hacia el atrio de la iglesia...

Era todo de losas de piedra, con un banco corrido todo alrededor, bien protegido del viento frío ya en esas horas, y lo tomé como mi casa luego de mirar al cielo y aradecer, como cada día, a quien correspondiera, el haber encontrado al fin un lugar donde descansar los huesos aquél día.

Saqué los aperos de la pipa y me dispuse, con todo deleite, a disfrutar un buen rato del silencio, la oscuridad total y unas buenas caladas de tabaco de Virginia.

Mucho tiempo después, imposible calcular cuánto, limpié bien la pipa, guardé todo y me lié en el saco dispuesto a vivir mis otras vidas, las de mis sueños (¿o son esas las vidas reales y los sueños son el Camino y sus circunstancias?), no lo sé pero tocaba dormir, dormir, dormir...

Antes de cambiar de chip y meterme en esas otras vidas, experimenté el placer de pensar que mi cabeza y todo el cuerpo estaban realmente sobre un colchón de cálida lana, de esos en los que te hundes y no te mueves en toda la noche, arrebujadito en tu hueco...

¡Qué raro! pensé, si estoy en el suelo de piedra, en la puerta de una iglesia... en fin, que ¡hasta mañana!

Los primeros rayos de un sol incipiente me despertaron... toda la noche había estado hablando con gente desconocida, contando aventuras de caminos, de castillos y de posadas, cantando, bebiendo y hasta bailando... ¡yo! bailando... Ramón, no estás bien, el sol te ha reblandecido la mollera, cada día estás peor...

Pero lo curioso es que, aunque debía hacer un frío del carajo (con perdón), como atestiguaba la escarcha y el vaho que salían de mi boca y mi nariz, yo estaba allí, en manga corta, pantalón corto, descalzo... calentito, disfrutando del olor a incienso, ¿incienso?, sí olía a incienso, patchulí para ser más exactos, igual igual que la mesonera que me había estado atendiendo en la posada toda la noche, hermosa, oronda, rotunda con aroma de jabón de aceite y un profundo y lejano toque oriental...

Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Espabila hermano! estás caminando, vas hacia Compostela, está acabando el siglo XX y no hay posada en este pueblo... pues yo he estado ahí toda la noche, junto al fuego, hablando y jugando a las cartas (no se ni lo que es un as)...

Chaval, lo tuyo no tiene remedio, recoge y ponte en camino que hay mucho que andar.

Recogí el saco, lo metí en la mochila y fue entonces, solamente entonces, cuando me di cuenta de dónde estaba pisando... estaba rodeado de lápidas sepulcrales, de hecho había pasado toda la noche sobre ellas, había paseado fumando tranquilamente sobre lápidas, sobre restos de gente de todas las épocas que descansaban allí... había dormido en buena compañía, la mejor compañía.

Me despedí de mis compañeros de descanso, les deseé que me esperaran allí lo más posible, que volvería con ellos, pero tardaría un poco, les lancé un saludo y un ¡gracias! por todo y hasta creo que se me escapó un tímido ULTREIA...

... y seguí mi camino, más descansado que nunca, feliz y reconfortado por una noche en buena compañía...

jueves, 15 de abril de 2010

El banco de la entrada. Peter, el galés ausente...

Ese banco que nos recordó Jabato, ese tiene mucho que contar... mucho.

Nada aquélla preciosa mañana de septiembre hacía presagiar la gran prueba a la que me iba a ver sometido.

La limpieza había casi terminado, sólo quedaba pasar la fregona a la entrada y la bayeta al banco y a la mesa de recepción.

La prueba me llegó de manos de una hospitalera (?) de un pueblo próximo, a veces las peores cosas llegan de manos supuestamente amigas...

Llegó en un taxi, paró en la puerta y se bajaron dos personas: una de ellas conocida, la otra me haría pasar por mi infierno personal en los días siguientes.

Aquélla mujer entró ayudando a un peregrino muy alto que caminaba penosamente, imponente a pesar de su postura un tanto encorvada.

Lo sentó en el banco de la entrada y dejó junto a él una gran mochila, antes de saludarme y decirme que Peter, pues ese era el nombre de aquél peregrino, estaba muy cansado y por eso lo había acompañado hasta allí, que si podía descansar allí.

Por supuesto, le dije, y se marchó, sin más.

Continué con el trabajo luego de darle un vaso de agua, sin prestarle más atención.

Peter era galés. Llevaba encima, como una insalvable losa muchos problemas: el mayor de ellos su altzeimer.

Muy alto, delgado, de rostro enigmático, serio, dos cosas me llamaron la atención desde el principio: su mirada y una gran roseta de plástico azul fosforito que le colgaba ostentosamente del cuello.

Su mirada era fría, bruñida como el acero, profunda, inexpresiva, taladrante, extrañamente ausente, lejana...

Y la roseta del cuello estaba dividida en siete compartimentos cada uno de ellos repleto de cápsulas de colores.

Hasta ahí todo normal, le acompañé muy despacio a una de las habitaciones del primer piso que estaba vacía y le indiqué que utilizara cualquier cama de abajo de
una litera, a su elección... y le olvidé.

Volví a verle a mediodía, cuando bajaba lentamente las escaleras... me dirigí a él para pedirle la credencial y algún dato más para el libro de registro, y sobre todo, para preguntarle cómo se encontraba... ahí empezó todo.

Lentamente, sílaba a sílaba, entrecortadamente, me explicó en un inglés difícil para mí que se encontraba muy mal, que necesitaba un doctor... sudaba, estaba pálido... , lo dejé todo y corrí a por mi coche, aparcado allí mismo para llevarle a urgencias del hospital.

Primer calvario, en urgencias nadie le entendía nada, me tuve que poner serio para que lo atendieran... o algo parecido.

La doctora me dijo con suficiencia que ese señor lo que tenía era alzheimer, lo conoció por los síntomas y las pastillas, y me preguntó si había tomado su medicación.

Le trasladé la pregunta a Peter que me miraba y negaba lentamente con la cabeza haciéndome saber que no lo recordaba... la solución de la doctora fue que se tomara las siete pastillas en ese momento, que era mejor tomar el doble que dejar de tomarlas... no hubo forma de nada más, nos echó con cajas destempladas argumentando que ella no podía hacer nada más, que esos casos no les competían.

De vuelta al albergue, le subí una sopa caliente a la habitación, la cerré para que nadie le molestara y seguí con mi labor...

Fueron tres días increíbles, duros, procuré ir cada hora a verle, varias veces por las noches, no se movió de la cama, mejoraba aparentemente, pero yo no sabía qué hacer, no pegaba ojo y la tensión ya empezaba a hacer mella en mi moral y en mi físico... no tenía salida.

Al tercer día, le vi bajar lentamente, pero más seguro que antes, la escalera... fui a por él y me dijo que debía irse, que no hacía nada allí, que se encontraba mejor y que si podía ayudarle con el billete de avión de vuelta...

Fue una tarde tensa, con varias llamadas a Madrid, a una central de reservas en la que trabajaba un sobrino mío, hasta que pudimos ponerle un vuelo de salida desde Bilbao para dos días después.

Peter recogió sus cosas y me rogó que le llevara a la estación de autobuses, que él gestionaría su vuelta hasta Bilbao.

Fui egoísta y me sentí aliviado, fuimos a la estación y, ante la impaciencia del taquillero, él mismo pagó su billete.

Le miré con los ojos arrasados, no quería dejarle ir, temía por él, pero su voluntad era irreductible, debía marchar, ya.

Nos fundimos en un abrazo largo, duro, interminable... me susurró al oído algo así como: "I can't support myself..." y un "gracias" en perfecto castellano que me taladró el alma...

Y me fui, allí quedó Peter, que no podía llevarse a sí mismo, que vino a España a caminar, que caminó y paró en mi casa para enseñarme algo que aún no he logrado descifrar todavía...

Adiós Peter y gracias por elegirme...

Pd.- Cuando volví al Albergue, encontré bajo el libro de registro un billete cuidadosamente doblado de cincuenta euros. Esa misma tarde, en la farmacia me aprovisioné bien de Betadine, de gasas estériles y de guantes de látex... Muchos peregrinos se beneficiarían de estos humildes productos en los siguientes meses, sin sospechar que se lo debían a Peter, el galés de la mirada ausente...

El banco de la entrada. Angeles y Pepeluisin, los angelitos del albergue...

Iguales entre ellos como dos gotas de agua.

Diferentes como unas alpargatas y una botas goretex...

Pero dos almas limpias, dos espíritus libres que navegan entre los límites de sus algo precarias condiciones, dos gorriones felices a su manera, familiares y saltarines, dos muletas imprescindibles para el paso de los días, dos ángeles...

Pasaban las horas sentados en el banco, cada uno en un extremo, cada uno con su vida a vueltas, uno con su pasado duro, otra con su eterno presente feliz, desordenado, caótico.

Angeles es todo un espectáculo.

Se la oye venir cuando está aún a cuarenta metros del Albergue, siempre con su cantinela mezcla del hit de turno y de una eterna conversación consigo misma incansable, a veces difícil de soportar, pero siempre alegre.

Lo primero que hacía al llegar era poner sobre la mesa un regalo, una máscara infantil de papel maché, una pelota de ping pong pintada de colores, una figurita inverosímil con un lazo roza o azul para colgar del móvil... siempre un regalo, los hacían en el Hospital de San Juan, muy cerca del Albergue, allí donde viven acogidos, y los venden una vez al año en una preciosa exposición, absolutamente naïf, para recaudar algunos precarios fondos para la ayuda de los que presentan más deficiencias aún que ellos.

A mí me los regalaba todos los días, a cambio de una chocolatina, un Kit Kat, que le sacaba de la máquina nada más llegar.

Sus visitas eran varias a lo largo del día, hasta la última, antes de su hora de la cena, en la que me ayudaba diariamente a preparar los vasos, las tazas, las mantecadas, todo el desayuno del día siguiente.

Siempre feliz, siempre trabajando para los demás, su precio era una chocolatina y dos besos que la hacían ruborizarse hasta la punta de las orejas, pero que le gustaban más que las golosinas...

Pepeluisín, como yo le llamo, es otro mundo.

Este hombre pequeño, de grandes orejas, sencillo como un niño, arrastra un pasado de trabajo duro, de penalidades sin cuento, de servicio a cambio de mala alimentación y un techo durante toda su vida de "criado" como se llaman por estas tierras a estas personas que han nacido en una casa, de padres "criados" y han servido durante toda su vida útil hasta que los "señores" se deshacen de ellos y los colocan en cualquier institución caritativa donde arrastran los recuerdos y los días sin más horizonte que los muros del hospital y las cocinas del convento.

Venía, se sentaba en el banco y, cuando le parecía, se dirigía a tí para indicarte, todos los días, siempre igual, que si querías que te trajera el periódico, o necesitabas algún recado.

Esa es su ilusión, sentirse útil, hacer algo, tener una obligación.

A cambio, un paquete de tabaco negro, Ducados, cada dos o tres días, y un café por la mañana y otro después de comer, negros, sin azúcar.

Su conversación, siempre muy parca, monotemática, consiste en contarte que tiene que pelar unas cebollas y una bolsa de ajos para el cocinero del hospital, y que ahora, ahora mismo, tiene que ir a la farmacia con una pila de recetas para todos los enfermos...

Pepeluisín ya está muy cascado, últimamente le fallan más las piernas de lo normal, anda dificultosamente con dos bastones, pero sigue sonriendo de oreja a oreja (y hay una buena distancia) cuando te ve por la calle, y siempre te ve, vayas o vengas, pasen uno o cuatro años, siempre lo encuentras, y te vuelve a contar, como cada día, como si fuera ayer mismo que tiene que pelar cebollas y ajos... y te sigue ofreciendo traerte el periódico...

Estos dos seres felices a su manera vivían enclaustrados en su hospital hasta que se abrió el Albergue.

Un día pasaron por la puerta, entraron y se sentaron cada uno en un extremo del banco, vieron entrar peregrinos cansados, salir peregrinos con zapatillas a dar un paseo por la ciudad, vieron a un ocupado personaje que los recibía, los ayudaba con la mochila, apuntaba cosas en un libro... y decidieron que, a partir de ese momento, ese era su lugar, que allí eran felices hablando con unos y otros, sin importar si les entendían o no, al fin y al cabo, ellos tampoco entendían nada... y se convirtieron en una compañía impagable, en los ángeles del Albergue...

Ese banco sabe mucho de entrega generosa, de amistad sin límites ni condiciones, de sonrisas y lágrimas...

Pd.- Hace tres días, siete años después, me contré de nuevo, como no podía ser de otra manera, de frente con Pepelusín. Ha bajado mucho. Le di un abrazo que casi acaba con los dos en el suelo, no me había fijado en sus dos bastones... Y un beso en la frente que le hizo enrojecer como una amapola, es así de crío. Le dije que le traía un paquete de Ducados y me hizo saber, firmemente, que la monja se lo había prohibido... pero que un cigarrito sí se lo fumaría conmigo. Es mi último pitillo, pero me supo a gloria bendita compartida con un ángel. No me cabe duda de que, aunque pasaran veinte años más, lo encontraría por la calle, con el taco de recetas, camino de la farmacia...