miércoles, 16 de diciembre de 2009

Construir sueños... (4)

... Aquél invierno se empezaron a dar los primeros pasos. Había que esperar a que llegara la primavera para comenzar a desmontar, el frío era muy intenso, la tierra estaba especialmente dura y helada, los peregrinos eran un constante gotear, seis, diez, uno, ninguno, pero había que seguir haciendo frente cada día a las necesidades de mantener la hospitalidad intacta, esa era la principal razón de la existencia de aquélla casa y nunca permitiríamos que los nuevos proyectos impidieran esa labor.

Largas tardes de invierno junto a la estufa, conversaciones y discusiones hasta bien entrada la madrugada, siempre el Camino como tema, como monotema, analizando las posibilidades hasta la extenuación, buscando la forma de ir un poco más allá, inventando formas, soñando en fin...

Aquellos largos meses no pasaron en balde, aprendimos mucho unos de otros, leíamos en voz alta después de la comida y después de la cena pasajes del Evangelio de Tomás, ese texto vivo tan querido para el alma del proyecto, y discutíamos sobre aquéllas sabias e inquietantes palabras hasta la extenuación, hasta que ya rendidos nos metíamos en nuestros sacos.

De esas tardes grises, largas, frías e inolvidables, recuerdo a nuestro compañero Jean Louis.

Era un pequeño personaje más parecido a un hobbit que a un humano. Menudo, magro, nervudo y silencioso, absolutamente silencioso. No le gustaba hablar con los humanos, prefería hacerlo con las bestias. Quizá fuera por eso que me tomó como confidente en las largas veladas. Y me confió su preciosa forma de vida allá en los Pirineos, del lado de Francia, su interés en confraternizar con los los lobos y los osos, cómo se acercaba a ellos, les dejaba comida, permitía que se confiaran y les hablaba, si, les hablaba. Todo esto me lo contaba, chillaba, reía, recitaba con una voz preciosa y cantarina, en un idioma difícilmente reconocible, mezcla de francés, euskara, catalán, pero absolutamente expresivo y entendible, sin parar de moverse y gesticular a mi alrededor. Todos los años, antes de que la primavera empezara a hacer despertar los brotes de los campos, Jean Louis aparecía como un reloj. Venía caminando desde los Pirineos, desde su casa. Nunca se alojaba en Albergues ni ciudades, no lo soportaba. Necesitaba la soledad de los campos para poder descansar. No sabía leer ni escribir, pero era sabio. Jamás utilizó ningún documento ni credencial, no los necesitaba, pero llevaba consigo un viejo cuaderno lleno de comentarios en todos los idiomas y con mil letras diferentes. En él se plasmaban frases de aliento, cariñosas, deseos de felicidad, saludos variados de todo tipo de personas coincidentes en algún punto de un Camino, y algún sello no habitual, generalmente de conventos por los que a veces se dejaba caer en solicitud de ayuda. Se empeñó en que yo conservara esa joya, su cuaderno de viaje, su cuaderno de Camino. Lo mantengo como un preciado tesoro (acabo de reencontrarlo en una mudanza complicada, os prometo pasaros algún fragmento pronto).

Aún tengo otro recuerdo físico de aquél pequeño Gran Hombre. Me dejó grabados con un hierro calentado en la estufa, dos bastones cruzados con sus calabazas que adornan mi pequeño bastón de madera. Siempre que lo agarro lo llevo en mi mente. Un año no volvió. Explotó la primavera, pasó el verano y Jean Louis no apareció. Suponemos que continuó su camino. La huerta y la cabaña en la que dormía cuando estaba entre nosotros le echaron de menos. Nosotros más, mucho más ...

... y como dijo Sabina, el invierno duró lo que tarda en llegar la primavera, más o menos, y el proyecto que nos había unido, aquélla ilusión que conservábamos como un preciado tesoro en nuestro interior, sintió, al igual que todo el mundo exterior, los primeros síntomas de que había que empezar a vivir, a hacer algo material, que no nos habíamos juntado para rebozarnos en nuestros recuerdos y añoranzas sino que estábamos allí, juntos, para construir, para materializar un sueño, para hacer realidad una esperanza: todo estaba por hacer.

Así que nos desperezamos de un largo letargo y nos dispusimos a abandonar el capullo que había protegido la larva y a estirar cuidadosa pero impetuosamente nuestras alas y trabajar, la tarea era larga y no podía demorarse más.

Lo primero que decidimos es colocar una primera piedra de la obra como siempre se hace con las cosas perdurables. Para ello elejimos un lugar: sería junto al pozo, ese pozo sagrado, alma del entorno. Cuidadosamente hicimos el hoyo y lo dejamos una noche estrellada velando la ceremonia que se celebraría al día siguiente.

A ella asistieron varias personas venidas de toda la geografía española y algunos convocados de Alemania, Francia e Italia, así como dos peregrinos de Nueva Zelanda y un canadiense que se encontraban allí en ese mágico momento.

En la zanja colocamos primorosamente varias piedras: una traída por el Obispo de una gran ciudad alemana, procedente de la cripta de la catedral, unos fragmentos de azulejos del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial obtenidos rebuscando entre las basuras y deshechos de unas obras de acondicionamiento que se realizaban en ese lugar, un pequeño fragmento de suelo de la Plaza del Obradoiro, un gran cuarzo de las minas frente al pueblo y una piedra de un desierto neozelandés que uno de los peregrinos había trasnportado en su mochila desde allí para depositarla en la Catedral de Santiago. Traía dos, una la dejó en la Cruz de Ferro, y la otra decidió él mismo que cumpliría una mejor misión en aquél lugar en vez de en Compostela.

Todo ello acompañado de una caja metálica con el periódico del día, unas monedas de la época, duros y pesetas y un ejemplar del Evangelio de Tomás junto a una hermosa vieira.

El Obispo alemán roció la tierra con agua del Jordán y, por fin, tomó cuerpo el sueño, ya nada lo pararía ...

O si ...

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