Hace muchos, muchos años.
El Camino no era como ahora.
Era solamente un camino, con algunas personas desplazándose hacia el Oeste, algunas flechas señalando la dirección, no muchas, y donde ocurrían todos los días milagros como el que me aconteció a mí en Rabanal del Camino.
Era verano, pero en Rabanal noche de verano es lo mismo que decir seguro de humedad y de relente.
El día fue especialmente duro, mucho calor, mucha soledad, muchos kilómetros.
Había salido de amanecida de Hospital de Órbigo, de la casa del Cura, actualmente Refugio Parroquial, entonces simplemente la casa del Cura, donde aquél buen hombre acogía a los pocos que se aventuraban por el Páramo.
Ese buen hombre ya nos dejó, pero antes compartió conmigo, en su despacho, sabrosas conversaciones sobre caminos, gentes, Dios y el diablo.
Él fue quien me enseñó un camino que aún no me ha dejado, un camino que me impregnó hasta la médula, un camino que tiende a diluírse en otra cosa pero que me acompaña desde entonces.
Me dijo:"Al final de la calle, a la salida del pueblo, unas manos piadosas han puesto un pequeño letrero; síguelo, no te arrepentirás"...
Aquél pequeño letrero pegado a un árbol señalaba un camino por el monte que evitaba la larga caminata por el arcén de la carretera.
Lo seguí, y claro que no me arrepentí.
Me dejó al pie del crucero de Sto. Toribio, con Astorga a mis pies.
Muchas cosas me pasaron en aquél corto camino, y todas buenas.
Aprendí a confiar en la palabra de los demás, respiré el aire de mis dehesas, recuperé a mi fiel amiga Zoe que me acompañó moviendo su medio rabo y saltando alegremente a mi alrededor hasta las mismísimas escaleras de la catedral en Compostela, y me dio la primera y más limpia visión de la que luego sería mi casa... y donde conocería a tantos que ahora ocupan parte de mi corazón.
Luego fue lo más duro, la larga caminata hacia El Ganso, reponer fuerzas en el Mesón donde siempre me atendieron con cariño de hogar, la siesta sobre la mesa de pizarra, el descanso y botas fuera bajo el Roble del Peregrino y, ya oscuro, la llegada a Rabanal.
Entonces las cosas eran distintas.
No siempre se buscaba Albergue, yo no tenía ninguna información al respecto y ni falta que me hacía.
La noche se pasaba donde se podía, sin más.
Así que, una vez inspeccionada la gran plaza junto a la carretera, vista la dirección del viento, escogí para descansar un gran portalón que se encontraba en un extremo de la misma.
Allí planté la mochila y desenrollé mi saco.
No me había dado tiempo a meterme dentro cuando se abre el portalón y una mujer con unos preciosos ojos azules me dice dulcemente:
- ¿Qué haces ahí?
- Pues, voy a dormir, ¿no molestaré, verdad?
-No, ahí no vas a dormir.
“Vaya -pensé-, ya la hemos liado otra vez...”
- ¿Por qué? - pregunté empezando a mosquearme.
- Porque vas a dormir en mi casa - dijo la mujer abriendo la puerta de par en par.
Pasé a un precioso patio lleno de flores, me sentaron en la cocina y me pusieron delante todo lo que no había visto en los últimos quince días. Cuando acabé de saciar mi hambre canina, me llevaron a una habitación en el corredor con una cama alta, colchón de lana, ¡sábanas!, si, sábanas, ¡Dios, qué placer!
Me contaron sus proyectos, eran mayores, los hijos ya no ayudaban tanto en el campo, la salud se resentía por todos lados y ellos querían hacer en su casa un Albergue para la gente que a diario pasaba por allí.
Años y mucho esfuerzo después aquélla casa se convertiría en el Albergue que ellos pretendían.
Así que, meses después, en Navidad, volví a visitarles.
Para entonces me contaron de unos monjes jóvenes un tanto díscolos que habían salido de un Monasterio y se habían afincado en el pueblo.
Abrieron la iglesia que permanecía siempre cerrada, comenzaron a restaurar parte de la misma y, lo más importante, todos los días rezaban sus oraciones e invitaban al pueblo a participar de las mismas.
Ellos no es que fueran muy católicos, pero era una forma de salir de la rutina diaria y de juntarse los pocos vecinos que tenía entonces Rabanal en una actividad común.
Así que todos los días iban a las oraciones y hasta cantaban un poco.
Me invitaron a acompañarles y yo, renegando como siempre, accedí.
Esa noche no la olvidaré nunca.
La iglesia estaba fría, muy fría, a pesar de una estufa vieja de butano que habían encendido, pero aquello olía a iglesia de antes, ya sabéis, incienso, olor a cera.
Un muy humilde pesebre adornaba la parte derecha del altar y unas guirnaldas de espumillón se enroscaban en los grandes velones.
Una vez rezadas las oraciones de la tarde, el joven monje pidió a la docena de personas que estábamos allí que nos uniéramos a él y cantásemos un villancico.
Entonces recordé que en el coche llevaba mi violín de aprendiz.
Le pedí un minuto y salí corriendo a por él, acabábamos de dar el concierto de Navidad en la Escuela de Música y tenía muy fresquito el Noche de Paz.
Aquélla noche, mis manos no fueron mis manos, la música salió sola del instrumento, yo, os lo prometo no hice nada.
Fue la melodía más dulce que nunca obtuve del violín, fue el escenario más maravilloso que nadie pueda desear, fue el público más entrañable que alguien pueda soñar.
Luego vinieron los villancicos a doce voces y a muchas lágrimas, chocando maderas, lijando botellas de anís con el tenedor... fue la Noche más Buena que se puede vivir...
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