martes, 17 de noviembre de 2009

Su primera vez...

El Caminante había desembarcado en Burgos sin saber ni bien ni mal lo que estaba haciendo.

Mucho tiempo antes, allá en Compostela, le habían atraído aquellos seres con mochila, aspecto desgarbado y descuidado, pero con un brillo especial en la mirada, una luz en los semblantes que nunca antes había visto.

¿Quiénes eran? se preguntaba uno y otro día. ¿Qué les traía?

En cuanto tuvo ocasión se acercó a alguno de ellos y entabló una entrecortada conversación dada la dificultad de idiomas diferentes, y se fue prendando poco a poco de la paz, de la calma, de la alegría que se traslucían en sus palabras apenas entendidas, en sus actitudes, en sus rostros. "Algún día yo tengo que probar esto" se prometió a sí mismo.

Y allí estaba, descendiendo del autobús en el centro de Burgos, cargando su mochila, agarrando fuertemente su pequeño bastón de tantas caminatas por Guadarrama, y con el miedo, la esperanza, la ansiedad reflejados en su inquieta mirada.

No sabía nada de lo que le esperaba, no tenía ni idea de lo que hacer, sólo sabía que debía caminar hacia el Oeste, allá donde el sol se ponía cada día.

Se quitó la goma que sujetaba su largo cabello, sonrió al notar el cosquilleo del aire en su nuca y hacia allá partió, sin más.

Nada más salir de Burgos, fue despojándose de ropa, ya no soportaba los pantalones largos, el calor apretaba, era mediodía, y siguió las indicaciones de la carretera que mandaban para León. Asfalto, arcén, paso a nivel, polígono industrial, ¿será ésto lo que me espera?, flaqueó a la primera...

Al dejar la ciudad, en la primera curva frente a Villalvilla, un coche a gran velocidad se precipitó hacia él obligándole a lanzarse fuera del arcén. Primer sobresalto, ¿esto va a ser así siempre?, más vale que no...

Y se enfrentó a Tardajos, y pasó a Rabé. A la salida, se encontró con una pequeña ermita al pie de lo que, por primera vez, parecía un camino, ¿será éste, por fin, el Camino?

Al otro lado de la ermita, frente al cementerio, un majestuoso chopo le invitó a descansar. El aire olía a estío, a acequia corriente, un poco a polvo, a tomillo pisado. Unos minutos de descanso y una invitación a lo que le esperaba allí, pacientemente, desde hacía muchos siglos.

Repuesto, encaró la llanura siguiendo unas indicaciones oxidadas en las que se leía: "Chemin de St. Jacques". Eran sus primeros pasos en algo que influiría decisivamente en su vida.

Tras varios kilómetros de sol y llanura, siguiendo el camino de blanca y fina arena que destacaba entre los campos de cereal, cuando su ánimo empezaba a flaquear, se encontró en lo alto de una cuesta que bajaba cigzagueante hacia la llanura, otra llanura, con la visión reconfortante de un pequeño pueblo a lo lejos.

La enfrentó con el ánimo renovado, hasta que descubrió algo impensable para él, pero que nunca más dejaría de abandonarle: que las cuestas abajo, con las piernas cansadas, duelen más que las cuestas arriba.

La bajada no fue sencilla, empleó todos los trucos de caminante: bajar de lado a lado, pisar antes con los talones que con la puntera, etc. Era su primera dificultad seria en este camino y llegó dolorido y sorprendido al final de la cuesta.

Mucho tiempo después le dirían que, en aquel paraje llamado Cuesta de Matamulos, ocurrió un lamentable suceso en el que una reata de mulos fue asaltada y sus conductores degollados allí mismo. Algo no saludable quedaba en el ambiente, y el caminante lo percibió claramente. Apretó los dientes y continuó lo más aprisa que pudo hasta alcanzar el pueblo: Hornillos del Camino. Allí le esperaba alguna sorpresa no imaginada...

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